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05 JUN

La delicadeza de Liliana Heker

Una reseña escrita por Danielle Navarro Bohórquez acerca de uno de los cuentos más notables de Liliana Heker: “Delicadeza”.
La delicadeza de Liliana Heker

Publicado originalmente en: REVISTA CANÉFORA

Por: Danielle Navarro Bohórquez*

 

“Delicadeza” de Liliana Heker es uno de esos cuentos que amaga con el cliché y al principio te evoca una de tantas imágenes repetidas en las películas de porno: un plomero va a hacer un arreglo a la casa de una mujer cuando el marido está trabajando.

Durante la lectura, tu imaginación intenta evadir el lugar común, pero te traiciona, y algo de ti espera (y quizá pide) que el plomero y la señora Brun hagan el amor en la ducha o en la barra americana.

El plomero es un hombre delgado, como de unos cincuenta años, y llega con otro ayudante, un grandote de pelo largo. Al menos, la señora Brun le había avisado a Ricardo, su marido, que un extraño estaría en casa reparando el baño. Así, ante cualquier situación anómala, él sabría a qué atenerse.

Terminas el cuento y escuchas, una y otra vez, como un golpe de martillo, las palabras que la señora Brun le dice al plomero: “rompa, rompa”. Y no se refiere a su vestido ni a sus medias ni a sus tangas, sino al baño de su casa, que la señora Brun ha ordenado romper y romper, hasta llegar al río si es necesario, con tal de encontrar la cadenita que se le ha perdido justo durante la visita de los extraños.

El drama de esta historia empieza cuando la señora Brun intuye que el plomero ha robado esta cadenita —una lágrima de diamantes—, una joya que le había regalado su marido y era de gran valor sentimental para su vida matrimonial. Solo la usaba cuando estaba en un lugar seguro —su casa— o con Ricardo, porque claro, con él se siente segura.

—¿No habrán visto por acá una cadenita? —pregunta la señora Brun a los dos tipos que están haciendo el arreglo en el baño. “Con esta gente nunca se sabe”, piensa ella, que desconfía de los trabajadores y teme, además, que le hagan daño.

—No, señora. Por acá no hemos visto nada.

La señora Brun responde que no puede ser cierto, que por ahí tiene que estar su cadenita, que no se puede perder porque tiene un valor sentimental muy grande para ella.

—¿No la habrá dejado en otro lado, señora? —pregunta el plomero.

—No, seguro que no.

—Bueno, después la busca.

Pero la señora Brun no puede quedarse tranquila. Intuye que los hombres han robado su cadenita y entonces insiste en seguir buscando.

—Dígame, ¿no se puede haber caído por el desagüe de la pileta? ¿O será que está en el sifón? —insiste ella.

—Pues de poder, poder, claro, dice el plomero.

La señora Brun está aterrada. Piensa que el hombre es un cínico.

—Levante la rejilla, quite la pileta, si es necesario, levante el piso, lo que sea, pero hay que encontrarla.

El plomero obedece y no con poca ironía responde que claro, que si ella quiere, él rompe hasta llegar al río.

—Rompa, rompa, dice ella. Mi marido paga.

Mientras que los plomeros trabajan, la señora Brun se encierra en su habitación, se toma una pastilla para dormir y se acuesta. Y al poner la cabeza sobre la almohada recuerda que allí, debajo de esta, había guardado la cadenita justo antes de que entraran los plomeros. Si la lágrima estaba, su marido nunca entendería por qué había dado la orden de romper todo el baño. Lo único que podría justificar la destrucción de su casa —ese lugar donde se había sentido segura y cómoda— era la cadena, así que tendría que deshacerse de la lágrima para poder destruir la casa.

Entonces la señora Brun toma la cadenita y lanza su lágrima de diamantes por la ventana, con toda la fuerza que tiene para hacerla llegar lo más cerca posible del río.

 ¿Por qué habrá preferido destruir su casa —la casa de su marido, en realidad, la cómoda y segura casa de su marido— en vez de conservar la lágrima que él le había regalado y que significaba tanto para su vida matrimonial?

Piensas que a lo mejor la señora Brun también está rota, como su casa, aunque no chorree agua por ninguna parte, y que ha encontrado una razón suficiente para botar la lágrima del matrimonio por la ventana y tumbar la casa.

Terminas el cuento y también a ti te dan ganas de tirar las lágrimas. Como la señora Brun, te quieres deshacer de tus lágrimas de diamantes, de oro o de cualquier material de valor, solo para encontrar una excusa que te permita romper, romper y romper el mundo en el que vives, que no te gusta del todo. Pero te cuesta romperlo sola y por eso quisieras, como la señora Brun, encontrar una razón suficiente para romperlo, un plomero, sí, o cualquier otra persona: “rompa, rompa”, dices (en realidad quieres decirlo, pero apenas lo piensas); rompa todo lo que quiera, hasta llegar al río o hasta que de ese mundo que han levantado sobre ti y que no te gusta del todo no quede piedra sobre piedra.

La señora Brun se acuesta de nuevo en su cama y se pone algodones en los oídos para no escuchar nada. Sin embargo, retumba en ella el eco de sus órdenes: “rompa, rompa”.

Cierras los ojos, ves la imagen de esta mujer recostada en su cama y oyes una voz que te susurra pasitico, como en cualquier drama silencioso: hay que romperse para romper, hay que romperse para romper.


*Danielle Navarro Bohórquez. Magíster en Hermenéutica Literaria de la Universidad EAFIT. Vive en Medellín y escribe sobre literatura en Medium y en Instagram. Ha sido colaboradora de Bacánika y Literariedad. “Cuentos de escritoras”, su columna en la Revista Canéfora, responde a su gran interés por el cuento contemporáneo hispanoamericano escrito por mujeres.

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