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05 OCT

El párkinson que arrebató a una madre, en clave literaria

El barranquillero Paul Brito reflexiona sobre la muerte en 'Restos orgánicos de un mundo anterior'. Entrevista.
El párkinson que arrebató a una madre, en clave literaria

Publicado originalmente en: El Tiempo
Por: Juan Camilo Rincón*

 

Esa hendidura acre y profunda que nos deja la muerte de quienes amamos; el recuerdo del padre llegado en su juventud desde las Islas Canarias, que se desvivía por la familia y los perros, y seguía con gran fervor al Junior de Barranquilla; el gato que rompía las botellas vacías en un bar para tomarse los restos de cerveza, una mascota que se sacrificó por su dueño, el defensor del fútbol argentino que fue un eterno “segundón” hacen parte de las historias que construye con habilidad orgánica Paul Brito, para llevarnos a recorrer varios tramos de la vida de Pe, el protagonista de su nuevo libro.

En 'Restos orgánicos de un mundo anterior', el escritor barranquillero confecciona, hilo por hilo, una serie de narraciones cortas con un fuerte acento autobiográfico y en las que subyace una nítida y afectuosa concepción de la muerte.

Los relatos parten desde su infancia cuando, al ver a una lagartija perder su cola, imagina que el animal bien podría renacer en ese miembro arrancado, y que entonces la vida puede, prodigiosamente, brotar de nuevo. Esa concepción de la muerte se transforma cuando llega a la adultez, después de perder a su padre, a su abuela y a su madre. La autora de sus días fallece en los brazos de Pe, hecho que convierte a la muerte “para siempre y sin concesiones en una cosa viva, concreta, definitiva”.

Con esta obra, Brito hace tangible el concepto de la palabra escrita como recurso para preservar en los recuerdos a aquellos que partieron, y para darnos el derecho de devolverlos, intactos, a nosotros y para siempre.

De la existencia de su madre, raptada por el párkinson, el escritor rescata con la fuerza de la memoria lo que queda de ella, los restos de ese mundo anterior. A través de textos limpios y plenos de coraje, nos recuerda que somos vestigios y escombros de cosas, viajes, brisas, fragancias y tiempos que podemos recuperar a través de las letras.

¿Qué tanto de las historias que usted narra en el libro es real, y qué tanto es ficción?

Yo me exigí a mí mismo ceñirme en todo momento a lo real, al pasado tal como sucedió, sin traicionar nada. Cada epifanía debía surgir del mismo material del pasado, sin fabular ni una coma. Esa fue mi apuesta, la condición que me impuse. Pero aun así, el libro es otra cosa diferente a mi memoria, porque siempre hay una reelaboración cuando se escribe, cuando se traduce a palabras: un enfoque, una manera de recordar y de entrelazar los hilos del tiempo. No hay ni una sola palabra de ficción, pero de cualquier modo la vida no es lo que se escribe de ella, siempre es un reflejo.

¿Y también fragmentario?

Sí, de otro modo habría tenido que crear conexiones falsas o forzadas entre una estampa y otra, y uno no recuerda su vida de manera continua, como una novela decimonónica, sino por retazos, de modo posmoderno. Digo esto en broma, pues en realidad traté de no quedarme en la pura fragmentación y alcanzar cierta organicidad o compenetración entre las partes. De ahí que buscara un hilo conductor transversal, una metáfora general que saliera de los mismos hechos narrados, y la encontré en la enfermedad del párkinson que sufrió mi madre, en la paradoja de movimiento-reposo que esta encarna. Quería que el libro fuera como un álbum de fotos donde pudiera fijar el pasado, pero también que esos relámpagos o instantáneas se movieran por sí solos, se conectaran entre sí desde la mirada del lector y su propio tiempo, desde su pasado y sus afectos, y no solo desde mi propia visión.

¿Cómo desarrolla esta herramienta no ficcional para elaborar un texto que va más allá de lo testimonial y se vuelve literario y poético?

Hay unos caracoles en la portada que son en realidad fósiles, unas imágenes muy importantes en el libro, porque recrean un motivo recurrente. James Parkinson, quien además de médico fue principalmente paleontólogo, los llamaba “medallas de la creación” y se refería a ellos como bisagras o puentes entre una porción del pasado y otra, entre un fragmento del mundo y otro. Las fotos y los recuerdos son también como fósiles, pues atomizan la memoria, la acotan en fragmentos, y desde ellos se puede articular el pasado (en sí mismo inmodificable) en nuevas formas, permitiendo la compenetración y continuación de ellas en el presente y el futuro. La memoria también está llena de medallas relucientes, de chispas y continuidades de un tiempo que no es solo entropía y desintegración, sino también invención y consolidación, como lo demuestra la misma biología. Cada quien organiza esos fogonazos, esas células dispersas, y les confiere un tejido. Eso mismo es lo que me propuse con cada texto o capítulo: darles plasticidad, de modo que fuera el mismo lector quien pudiera ordenarlos en su mente como las piezas de un Lego, encajarlas en su propia sensibilidad de acuerdo a sus propios afectos y referentes, a partir de pistas o vestigios con que pudiera identificarse.

¿Qué cree que podría decir su madre si leyera esta novela?

Buena pregunta, porque el lector ideal es ella. La escribí para ella. Fue un proceso que comenzó con mi madre y se desarrolló después de ella. Uno escribe siempre para un lector imposible, a veces es uno mismo; me habría servido mucho leer este libro cuando mi madre vivía. Me habría servido para entenderla más y ser mejor hijo. Y es una de las paradojas de la vida, que lo que uno aprende de la vida y la muerte de un ser querido ya no se puede aplicar con él mismo Algo que me pasó después es quizá un símil de esto. Lo cuento en la historia: a ella le encantaban los crucigramas. Los que más le gustaban eran los de EL TIEMPO. De hecho, murió llenando uno, lo guardé y alguien lo botó. Y no pude leer esas palabras que al fin y al cabo fueron las finales. Un tiempo después de su muerte (esto no está en la novela) yo aparecí en un crucigrama de EL TIEMPO: “Autor de El proletariado de los dioses”, que era mi último libro en ese momento. Era la primera pregunta horizontal. Me dio emoción, pero también rabia que no hubiera pasado antes: que ella no hubiera podido encontrar esa sorpresa y rellenar con orgullo las casillas con el nombre de su hijo. Pero la vida es una metáfora de ella misma: sucede siempre hacia adelante y es algo que no perdona.

¿Uno podría pensar que Pe es una especie de disfraz biográfico?

Sí, pero sobre todo una estrategia narrativa y emocional, y quizá la única licencia ficcional del libro. Comencé a escribirlo en primera persona, pero después de la muerte de mi madre sentí que necesitaba distancia, un filtro para el dolor y la cercanía emocional con el tema. Es impresionante el cambio de perspectiva que trae un simple cambio de narrador. Automáticamente uno comienza a darse cuenta de lo que sobra a nivel emocional o sentimental. Y, por otro lado, dar un paso hacia atrás de la primera persona y desligar el narrador del protagonista permite que el lector comience a ver a Pe en todos los textos, que empiece a percibir la novela como la historia de él con relación a sus afectos y a los otros personajes, y no a mirarlo todo a través de sus ojos hasta el punto de que siempre estuviera buscando al personaje principal por fuera de Pe.

¿Cómo trajo ese problema existencial y universal de la angustia ante la pérdida de la madre, un asunto casi mítico, y le dio un tinte tan local, pero sobre todo tan cercano a la experiencia de cualquiera de nosotros?

La muerte, el dolor, la angustia son temas profundamente personales, individuales. El fin del mundo siempre es el fin de uno mismo, no del planeta en general. Al escribir una narración y no un ensayo, debía empapar al lector desde adentro, desde la recreación interna de los hechos, desde la atmósfera real y las circunstancias específicas de los personajes. Yo creo que es en esa interiorización y ese principio de localidad en lo que aventaja la literatura a otras disciplinas como la ciencia. El arte te hace pensar sintiendo, intuyendo. El texto literario parte del corazón de los hechos y va emergiendo hacia el exterior; lo contrario a la ciencia, que parte de la evidencia o la abstracción de una teoría y desde ahí trata de aprehender el interior del objeto.

A lo largo del libro, uno se encuentra con varios de los objetos y cosas que son referentes de su madre. ¿Qué objetos lo simbolizarían a usted?

Me gusta esta pregunta, me hace pensar en mi propia desaparición, y la literatura es precisamente un ejercicio de dislocación. Creo que mi esposa, Joyce, se quedaría con los libros para que nuestros hijos los miraran alguna vez y buscaran mis anotaciones; ella, quizá, conservaría el último cuaderno de rayas donde escribo. Pero, pensándolo bien, no soy muy apegado a los objetos, más bien a las ideas, a las intuiciones que he tenido desde niño. Quien quiera recordarme tendrá que dialogar con un museo de objetos imposibles, como lo llamaría mi amigo Giuseppe Caputo, y, por lo tanto, con algo que yo llamo ‘teoría de la continuidad’ y que está en todos mis libros.

¿Cómo fue eso de que Gabriel García Márquez le robó su cumpleaños?

Yo cumplo el 21 de octubre y justo en esa fecha, cuando transcurría el año 1982 e iba a cumplir mis anhelados 7 años, la ciudad despertó con los pitos de celebración de los taxistas y la noticia de que Trapoloco, como le decían a Gabo en Barranquilla, se había ganado el Nobel, el primero para el país. Para un niño que llevaba tiempo esperando esa fecha personal, fue una tragedia: nadie en la casa se acordó de su cumpleaños. Desde temprano, familiares pusieron la radio a todo volumen para escuchar lo que decía Juan Gossain. Muchos años después, yo habría de entrevistar a mis familiares, incluyendo a mi mamá, para reconstruir ese día tan triste para mí, pero también para verlo en retrospectiva como mi primera incursión en el mundo macondiano.

JUAN CAMILO RINCÓN
Especial para EL TIEMPO@JuanCamiloRinc2

* Periodista cultural, investigador y escritor

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